Sobre los hijos
Un hijo es mucho más que la mera prolongación de nuestra genética, es un asunto de importancia existencial que supone la transformación del mundo que nos rodea y la redefinición de nuestra identidad, surge la angustia ante la fragilidad de una nueva existencia de la que nos hacemos responsables, el sentido de nuestra libertad se ve trastocado y parece por momentos que la perdemos, pero en realidad se define y consolida, se convierte en aceptación consciente de nuestro nuevo rol, de nuevas forma de conducirse por la vida. Pero más que nada: un hijo nos convierte en padres.
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Con esta palabra encarnada en una nueva condición deberían sacudirse los restos de adolescencia tardía que aún permanecen en la mayoría de las personas mucho tiempo después de haber cumplido la mayoría de edad, de inmadurez corrosiva que obstaculiza cualquier posibilidad de realización. Ser padre implica una de las mayores responsabilidades de la condición humana, superior a la que pudiera adjudicársele a un dirigente político o social, pues se trata de conducir adecuadamente a otro ser humano en las etapas de mayor vulnerabilidad de su desarrollo, cuando se inculcan los valores, las visiones del mundo, pues es en el seno de la familia donde los padres forjan la personalidad del niño y le ayudan para que se convierta en hombre o mujer de bien para sus semejantes, o podría ocurrir lo contrario si sus progenitores se desentienden de la tarea que debieron asumir al tener un hijo.
Cuando nace un hijo es el portador de una luz que nos alumbra el camino para reconocer lo que somos, para completarnos como seres humanos realizados, nos trae fe y esperanza en nuestra errática condición de personas defectuosas. El hijo es poderoso desde su vulnerabilidad, sabio desde su ignorancia y falta de conocimiento práctico, es un corazón que palpita e infunde más vida con su sola presencia, es una concreción de una promesa implícita en nuestra biología, guardada en nuestra genética.
Un hijo es el espanto y la ternura balbuceando, viendo todo con ojos nuevos. Nos desnuda con su limpia mirada y nos impregna con su halo de pureza, nos deja libres de prejuicios y miedos por una temporada, y de nada de esto es consciente. Él no sabe que es esa fuerza, esa sabiduría, esa pureza, sólo es, sólo sigue su instinto, obedece a los imperativos de sus necesidades fisiológicas, su intención aún no se desarrolla, sólo sigue su instinto de conservación. No ama a sus padres, pero despierta en ellos una enorme capacidad de amar incondicionalmente, así que es fuente de amor, un amor inagotable porque nada de lo que haga el hijo hará que sus padres dejen de amarlo. Ellos podrán dejar de lado muchas cosas, pero por su hijo siempre estarán dispuestos a dar su propia vida. Pero debo aclarar: sólo si estos padres se han sintonizado adecuadamente con su condición de padres.
Se trata de un amor completamente exclusivo y unidireccional, es de padres a hijos, y son los hijos, desde su pasividad, quienes hacen posible semejante maravilla, los que promueven el cambio hasta en las estructuras más profundas de nuestras mentes, y quien no desea tener hijos formula su decisión desde el desconocimiento, desde la experiencia de ser hijo y no padre. Pero quien accede, por voluntad o accidente, a esta condición distinta se descubre en una postura de pensamiento distinta, si se abre y la acepta, si se deja arrollar por ese amor, se transforma para siempre.
Pero el hijo no se queda estático ni puro para siempre. Conforme pasa el tiempo se va llenando de otra clase de sabiduría, determinada por las ideas y creencias de los adultos con los que convive. Irá aprendiendo a amar de manera humana, pues antes era sólo una fuerza de la naturaleza y fuente de amor, ahora se comienza a convertir en un ser amante, según los modelos que se encuentran a su alrededor y que comienza a copiar, como si se tratara de un espejo.
De manera semejante en la que él va creciendo los padres también lo hacen. Cada día el hijo aprende cosas nuevas y ellos han de aprender a lidiar con esas características emergentes, lo cual supone invertir mucha energía para orientar adecuadamente cada intento del niño. Así que el hijo propone un curso diferente a la evolución de sus padres, los reta a reinventarse en cada etapa de su desarrollo, no permite dar por sentados los logros obtenidos en etapas anteriores, reclama que se preste atención a la propia vida y salud, a lo que hacemos, a nuestra coherencia, congruencia y constancia, a nuestro modo de ser, a nuestra forma de pensar y sentir.
La crianza y educación de un hijo es un crisol donde somos disueltos para reconformarnos diferentes, con más fuerza y flexibilidad.
Los hijos nos vuelven mejores personas, nos dan la oportunidad de ser generosos, responsables, compasivos, firmes, decididos, creativos, humildes, agradecidos. Amplían nuestra visión de la vida, nos ayudan a conocer un mundo completamente diferente, nos regalan la tolerancia, la curiosidad, la fe y la esperanza, el deseo de generar una vida mejor para ellos. Son un tipo de realización que nunca podrán conocer los que se niegan a cruzar la puerta de la paternidad, podrán realizarse de otras maneras, pero nunca tan humanamente, con tanta entrega, con tanto heroísmo.