LAS PALABRAS COMO YUGOS
Dicen que los hombres son dueños de las palabras que callan y esclavos de las que dejan escapar, y es así porque ellas transportan significados cargados de vivencia o vivencia cargada de significado, si las guardamos nuestro discurso puede verse fortalecido porque seguro sabremos escoger las mejores para cuando las necesitemos, y si las dejamos escapar sin razonamiento alguno tendremos que hacernos responsables del sinsentido que hemos soltado sin reflexión alguna. Pero las palabras también someten, engañan, atrapan y asfixian. Y esto es algo que e
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n los ámbitos académicos, con sus códigos elaborados y de banda estrecha (Fiske, 1982) se presenta con mayor claridad. Aquellas se vuelven instrumentos de élite, mantienen alejados a los no iniciados, a los no pertenecientes a un grupo determinado y quien acuña los términos se convierte en el gurú, en el sabio al que todos recurren, al que todos citan. El problema con las teorías es que inventan palabras, o les dan otro sentido a las ya existentes y con ello empiezan a generar realidades distorsionadas y cuando no manipuladas, en las que sólo los teóricos impulsores de las nuevas ideas tienen la certeza y la mejor compresión de por qué se utilizan como se utilizan. Como quien dice que en vez de dar cuenta de lo que está ocurriendo los principios que manejan reflejan el interior de quien los formula. El hecho de pretender que las palabras determinen la visión de las personas parcializa la vivencia de los individuos porque estos tratarán que sus experiencias encajen forzosamente en alguno de los términos que la teoría dicta, y si algo sale de esta nominalización entonces se argumentará la presencia de algo anómalo o se descartará a manera de no contradecir ni uno de sus postulados. Esto es más o menos lo que ocurre en el campo de la psicología, en específico de la psicología clínica y el campo psicoterapéutico. Existen escuelas y teorías que nos llevan desde los más básico hasta lo más complejo y enredado, y en muchas ocasiones terminan hablando de lo mismo; pero cuando las personas muestran su adherencia a alguna de ellas comienzan a luchar por un territorio imaginario donde pretenden hacer prevalecer unas palabras por encima de otras. Así quien se afilie a la corriente jungiana hablarán de complejos autónomos, y los que simpaticen con John B. Watkins preferirán decirles estados alternos de la personalidad; y así con casi cualquier concepto. Hay una guerra discursiva a la que no le importa la operatividad de las palabras, más bien procura que, mientras más alejadas estén éstas del público común y corriente, se sectorice el conocimiento para mantener el control de esa parcela ideológica. En el ámbito de la psicopatología es donde se ha presentado este fenómeno de la manera más encarnizada y deshumanizante ya que lo manuales diagnósticos dan cuenta de las características de los diferentes trastornos y fabrican etiquetas implacables que estigmatizan a aquellos sobre los que se imponen. El DSM se ha convertido en la biblia de los psiquiatras y de gran cantidad de psicólogos clínicos y con el mismo dictan sentencia para los pobres desafortunados que caen presas en sus redes de palabras y términos que sólo son posesión de estos doctos hombres que más que hacer ciencia parecen ser miembros de un culto religioso. El mismo Freud pidió a Jung convertir en “dogma” la teoría sexual para luchar contra el ocultismo (Rosen, 1998). Lo malo es que, enredados en las palabras, nos perdemos el vivir plenamente, entrar en contacto auténtico con los demás, con la vida en general. Las teorías cosifican con el objeto de dar cuenta de lo que ocurre en el ámbito llamado realidad; en cambio las vivencias humanizan con el propósito de enriquecer la fantasía de las personas, que es donde se construyen las realidades, las cuales han de ser flexibles para permitir que la creatividad florezca, que el juego de las posibilidades despierte la gama de respuestas que han de darle un sentido de valor a todo lo que hacemos. Dice Hillman (1975) que el propósito de la psicología debe ser “hacer alma”, permitir que la imaginación tome el lugar que le corresponde, que el proceso de sanación ha de ser entrar en diálogo respetuoso con toda esa riqueza interior para acabar de completarnos. Y creo que esto se puede lograr yendo más allá de las palabras, haciendo que las escuelas y las academias dejen mayor libertad a los profesionistas de encontrar los mejores términos para las cosas que pasan, que los psicólogos podamos re-nombrar las cosas junto con aquellos a los que pretendemos ayudar, que si alguien dice que los duendes… entonces que el trabajo consista en comprenderlos; y que si las arañas… que el psicólogo les cuente las patas. Sólo así haremos verdaderamente una psicoterapia, una orientación o asesoramiento a la medida de las necesidades reales de quienes confían en nosotros. Ya estuvo bueno de hablar en términos que más que tranquilizar espanten a las personas, ya no es deseable que la gente no pueda vernos porque las palabras que utilizamos son tan grandes e incomprensibles que tapan nuestras deficiencias y nuestra verdadera humanidad. Que cada quien use las palabras que mejor reflejen lo que hay en su corazón.