top of page

APRENDE A DECIR ADIÓS

La vida es frágil, es un instante en la eternidad, apenas un soplo de aliento de entre toda la vorágine de existencias, todas queriendo ser eternas, confundiéndose, aferrándose a los espejismos que aseguran cierta perdurabilidad. Pero nada dura, todo está en constante transición, en cambio perpetuo y es así como el vivir continúa su curso. El despertar existencial de cada ser humano implica que un día nos llegamos a dar cuenta de esta transitoriedad, que la existencia pende de un hilo al que bien puede llamársele suerte, mala suerte si gustan verlo así. Nadie puede conocer el futuro, podemos desear y hacer lo pertinente para acercarnos a eso que deseamos, pero el éxito nunca está garantizado, y de la misma forma se puede hablar de la existencia, ésta es una manifestación limitada y finita de lo que somos, pero es todo de lo que podemos dar cuenta, y ni tener enormes fortunas o poseer una vasta cultura nos puede garantizar que podremos mantenerla a salvo. Como ni las cosas ni las decisiones son eternas, lo mejor es aprender a andar ligero de equipaje, pero es muy difícil cuando hemos crecido aferrados a nuestras “seguridades”, cuando se nos ha educado para buscar certidumbres en todo lo que hacemos, cuando nuestros padres “nos tuvieron” tanto que ahora no queremos soltar nada; o cuando se nos negó cualquier cosa al punto de anhelar desproporcionadamente lo que quisimos, si se llega a conseguir eso que deseamos, evitar por cualquier medio perderlo aunque, en ese intento, el disfrutar quede aniquilado. Tenemos derecho a tener bienes, a contar con nuestros seres queridos, a proyectar una existencia tal y como suponemos será más satisfactoria para nosotros, si para esto venimos a la vida: para disfrutar de cada uno de nuestros pasos sobre el mundo, para aprender, para retener en la memoria los momentos más felices y los más significativos, los que nos hicieron aprender y crecer. De otra forma sería una gran pérdida de tiempo y no valdría la pena siquiera nacer, pero no es así, poco a poco nos vamos llenando de experiencias, de imágenes y de sueños que le dan un sentido a cada uno de nuestros actos, y las personas que nos van acompañando en este viaje matizan de diferente manera estas vivencias, por eso se vuelven importantes para nosotros. También vamos juntando identidades: fuimos niños y luego jóvenes, y luego adultos, y por último, si logramos conseguirlo, viejos; y en cada una de ellas nos colgamos decenas de etiquetas sobre lo que debíamos o queríamos ser en cada momento. Con algunas de estas identidades nos encariñamos y tratamos de mantenerlas por más tiempo, y de otras ya ni nos queremos acordar, y en cada transición debimos dejar ir parte del bagaje identitario, para hacer hueco a otras creencias y otros gustos. A veces lloramos al saber que esa forma de ser que tanto placer nos dio ya no regresaría más, y para dar paso a las madurez tuvimos que resignarnos ante la pérdida, fue necesario aceptar que estábamos cambiando. Y qué decir de esos lugares donde nos hemos acomodado casi como en el hogar, en el trabajo, entre los amigos, en esa casa, esa provincia, ese país. Un día nos damos cuenta, como dijera García Lorca de ese “yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa”, y de vuelta al cambio, a la transitoriedad, a sentir que algo importante se nos está yendo de las manos, y que por más que hacemos no podemos impedir que las cosas se terminen, que las personas se vayan. Y es aquí, en esta imposibilidad, donde se arraiga la principal de nuestras angustias existenciales. Es un hecho que somos seres deseantes, por desear nos hemos desarrollado; también es innegable que tenemos una tendencia a buscar la estabilidad, el equilibrio, no importa que como sistemas abiertos dependamos de una enorme capacidad de homeostasis para mantenerla; concomitante con este deseo de ser estables aparece el aferramiento hacia aquello que creemos nos ayuda a lograr el balance. Esto suele ser una identidad, una casa o un trabajo, y principalmente, personas significativas que aportaron algo para la construcción de lo que somos. Es imposible retener lo que amamos, porque llegamos a amar todo lo que nos construye, pero también se torna muy difícil soltarlo, porque algo de nosotros se pierde con cada despedida, así que el dolor es una constante de este crecer, de madurar y convertirnos en seres plenos, aunque paradójicamente, somos más completos cuando más partes de estas nos faltan, como el conejo de terciopelo, que se volvió real cuando estaba descolorido y ya le faltaba un ojo.


Hay personas que dicen que uno es lo que come, o la música que escucha, yo creo más bien que todos somos lo que extrañamos, y cuanto más extrañamos más nos vamos pareciendo a lo extrañado, tal vez para llenar el vació que ese algo o alguien dejó en nuestra conciencia. Y como los seres humanos, gracias a esta terrorífica capacidad de almacenaje en la memoria, recordamos y reímos, o lloramos y gritamos ante la evocación de esas imágenes, de las personas y momentos que se fueron, poco a poco vamos dejando que nos posean, que se realicen a través de nosotros y nosotros dejamos de estar presentes porque intercambiamos lugar, y el desarrollo se trunca por este intercambio, por este pacto por el que prestamos el cuerpo para que los ausentes no lo estén tanto. Decir adiós es necesario para madurar, pero no deseamos hacerlo, preferiríamos quedarnos en un estado de infancia perpetua, es un paraíso utópico donde las cosas marchan tan bien que el cambio es innecesario. Sin embrago cada experiencia que tenemos siempre nos está diciendo lo contrario, algo se va y otra cosa llega, los vacíos se cubren con distinto grado de efectividad y así transcurre cada existencia, sólo la falta de conciencia no nos permitiría darnos cuenta de ello. Como ese perrito japonés que nunca se enteró que su amo había muerto y siempre esperó su regreso en la estación del tren todos los días hasta el día de su muerte. Muy diferente hubiera sido si hubiera tenido la oportunidad de despedirse, de ver el ritual en el que los demás le decían adiós. Y como es inevitable este proceso, las circunstancias cambian, la gente se va, muere, es importante soltar desde antes que esto suceda, dejar que las cosas estén, que la gente permanezca y no retenerla, para que cuando se quiera ir, o tenga que hacerlo, estemos lo suficientemente acostumbrados a la idea de que un día todo eso que amamos acabará disolviéndose en el tiempo: ni la salud la tenemos asegurada, por más que los programas de gobierno o particulares quieran ofrecernos esa garantía a cambio de una cuota. También es importante aprender a irnos cada día, dejar todo listo para cuando eso sea definitivo, al fin y al cabo todo nos estamos yendo desde que llegamos y esa es, tal vez, la única certeza de la que podemos disponer. Amar cada día lo que se nos presenta, agradecer a cada uno de los que nos rodean su aportación a nuestras vidas, no mantener vivas viejas rencillas, saldar las cuentas, o dejarlas ir, aprovechar cada oportunidad o dejarlas pasar sin arrepentimientos, dándole sentido a las que sí nos quedamos. Despedirse cada noche sabiendo que hicimos cuanto podíamos y despertar, si es que sucede, con la intensión de vivir ese día como si fuera la única vida que tenemos, porque cada amanecer somos diferentes, otros que se aprovechan del aprendizaje del que fuimos ayer. Pensar que lo que hacemos hoy será aprovechado por el que seremos mañana, si no se trunca la vida en algún momento anterior a eso que proyectamos, así que hemos de amar profundamente a ese otro yo, para hacer por él cosas magníficas que sean dignas de ser gozadas. Y si alguien se está despidiendo, porque ha sido diagnosticado terminal, ámale con todo tu corazón, dale lo que necesita, dile lo que tú necesitas decir, no te quedes con nada, no le generes más dolor, si es algo difícil lo que tienes que tratar invéntate un nuevo idioma para expresarle tu enojo o tu dolor, y cuando lo hayas hecho vuelve a abrazar a esa persona, pero abrázala de tal forma que si ya no hay otro abrazo, puedas decir que el último fue grandioso. Oye sus historias, que seguro una de ellas te incluirá, ríete con ella, llora en silencio al ver cómo se va disolviendo, y cuando ya sólo sea un cuerpo inmóvil, deposítalo con amor en la tierra o entrégalo al fuego y agradece haberle conocido, haber sido amado por esa persona. Si ya no está contigo, recuerda lo bueno, llora lo que tengas que llorar, que esas lágrimas te vayan limpiando la amargura por ya no tenerle, que vayan abriendo el camino para que fluya tu tristeza y por fin amaine la tormenta y las aguas vuelvan a su cauce normal. Recuerda lo que siempre quiso para ti y, si estás de acuerdo con ello, si te funciona, persíguelo y consigue lo que puedas, que al fin y al cabo es para ti. Honra su memoria, no le subas en un altar, ni denigres sus esfuerzos, reconoce sus aciertos y sus equivocaciones, porque fue un ser humano como tú -a menos que haya sido un perro o un gato, mucho de esto igual se aplica- que se equivocó e intentó hacer las cosas como mejor pudo. Si eres creyente ora por su descanso eterno y el tuyo momentáneo, si no agradece y pasa a lo que sigue. Nunca se deja de extrañar, como dije arriba, pero eso no significa que la felicidad no sea posible. Si sabemos aceptar y despedirnos, la felicidad es lo que sigue a esta gran tristeza. Hasta es posible cambiar la perspectiva para encontrar alivio y de esto pasar a la recuperación: piensa en alguien que ames mucho y que también te ame así, imagínate cómo sufriría si fueras tú quien se fuera de la vida, ¿podrías cambiar el lugar con esa persona para que no sufriera? Decir adiós es necesario, impostergable, pero no es una muerte anticipada, en realidad es un compromiso para vivir de verdad. Una vida bien vivida bien vale el dolor de las despedidas.


The Science & 

Mathematics University

© 2023 by Scientist Personal. Proudly created with Wix.com

  • Facebook Clean Grey
  • Twitter Clean Grey
  • LinkedIn Clean Grey
bottom of page